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martes, 4 de agosto de 2009

El Reflejo

En verdad pensaba que esas personas tan parecidas al Caín bíblico, se la pasaban muy bien en la vida, que gozaban de lo lindo con sus acechanzas y sus dotes depredadoras, que disfrutaban un verdadero imperio con sus improperios y necedades, que; en fin, se divertían en extremo haciéndole daño a su prójimo.
Y he aquí que conocí a un hombre, con una belleza exterior inigualable, más hermoso que el Apolo y el Adonis de los templos antiguos, más bello incluso que el David de Miguel Ángel, y con una fealdad interior tan horrible que caía en lo ridículo.
Era uno de esos que andan por el mundo buscando a quién arruinarle la vida, uno de esos que eyaculan sus mezquindades como si fueran proyectiles, o mísiles termonucleares.
Yo no tenía ni la más pálida idea de su intrincado laberinto interior, de sus innumerables complejos traumáticos y de las aberraciones en que se había transformado su alma malherida, hasta que noté que su sonrisa era forzada, falsa y forzada, como la sonrisa de los locos, como la risa lastimada y lastimosa de las hienas.
Al mirarlo directo a los ojos, todo en él reflejaba sufrimiento, una honda y terrible desesperanza, la más cruel de las agonías y un deseo frenético de destrozar el mismísimo universo con un soplido aullador.
La verdad le tuve miedo, así que me alejé de él lo más que pude, dejándolo allí, en medio de las ardientes dunas de su desierto interior, aullándole a un sol inclemente, pidiendo sombra para sus culpas, un oasis para sus penas, una palabra de aliento, un espaldarazo de apoyo, un simple “eres importante”, cualquier cosa que pudiera aliviar la soledad de su irremediable dolor.
Y desde entonces, nunca más volví a mirarme en un espejo…por nada del mundo.